El amanecer se apresuró y bañaba todo el lugar con su luz, haciendo que
todo tuviera un resplandor mágico, ayuda del roció. La segunda planta de la
casa se iluminaba y con ella llegaba, desde la granja, el sonido de los
animales. Desde la colina se apreciaba el bosque y el riachuelo. A mis espaldas
se apreciaba una pequeña porción de casas unidas por un camino en tierra y de estructura
semejante a la de Amalia. En la falda de la colina pastaban algunas vacas,
junto algunos caballos. Al fondo y muy al fondo un jinete sobre un enorme ejemplar
negro, dirigía un rebaño de ovejas y yo desde la colina podía ver como el mundo
despertaba luego de un reposo. Los insectos nocturnos silenciaron su canto y
los matinales hacían el repertorio de su jornada.
Pasaron algunos minutos de tranquilidad yo recostado
sobre el tronco, mirando al horizonte, viendo como las estrellas se opacaban. Sentí
la presencia de un ser. Era Amalia quien llegaba con su pijama y con dos tazas
de café, recién hecho. Ella, con su estilo mañanero dejaba ver lo hermosa que
era. Aquellos rizos canela y sus labios carnosos y rosados, lo eran todo.
-Con que ya descubriste mi rincón.- Un
beso en la mejilla fue lo que recibí junto a una taza de café caliente.
-Es hermoso, no tengo palabras.- mirando
la taza de café le di las gracias.
-No hay de que.- Y se sentó a mi lado para
apreciar aquel pintoresco paisaje.
Hubo
unos minutos de silencio. Por el rabillo del ojo podía ver que ella me
observaba. Una vez yo viraba mi cabeza, ella escrutaba el horizonte como si no
sintiera mi presencia. Así estuvimos por unos buenos minutos, hasta que por fin
nuestras miradas se conectaron. Los segundos parecieron minutos y su mirada penetraba
en mí ser y calentaba mi cuerpo. Quizás estoy siendo un poco melodramático y quizás
era el café que espantaba al frió, pero aquella mirada despertó algo más grande
de lo que pudiera expresar en palabras. Su mirada lo era todo, sentía como me sonreía
con la misma y como yo entraba en su ser apreciando todas las cosas hermosas
que tenía. No surgieron palabras solo un delicado beso basto para saber que ese
momento nos había hecho sentir lo mismo. Los dos mirando el horizonte no nos dirigíamos
palabra. Yo por mi parte maquinaba en todo lo que hasta ahora había sido el
fin de semana tan esplendido que había tenido. Amalia solo sonreía como una
niña que ha recibido buenas calificaciones y sabrá que la premiaran justo al
llegar a casa. Solo aquel momento podía ser interrumpido por algo. Si, por la
llamada de Mariel desde la casa, que nos llamaba para el desayuno. Al bajar por
la colina Amalia me empujo y cuando justo me destinaba a caer aguante el brazo
de esta y los dos bajamos rodando a carcajadas por la colina. Era feliz en esos
momentos.
En el desayuno no transcurrió nada fuera de lugar, solo algunas risas y
uno que otro cruce de miradas coquetas. Terminado el desayuno, partimos a
ducharnos cada quien por su lado. Una hora después nos encontrábamos en medio
del espeso bosque creyéndonos niños jugando a ser exploradores. Aquel bosque
lleno de vida hacía de morada a un ecosistema perfecto. Había lugares donde la
luz solar nunca llegaba y los insectos que habitaban esas regiones; mariposas, luciérnagas,
grillos y anfibios, expulsaban unas luces fluorescentes, cada una de diversos
colores. Algunas mariposas tenían colores azules y rosas y los grillos
expulsaban colores rojos al chillar. Llegamos a un claro circular donde
pastaban algunos venados que al vernos no sintieron miedo y nos acompañaron.
Nos acostamos en medio de aquel claro y en el silencio, podía escuchar aquellos
insectos, podía escuchar como los chirriaban. Escuchaba a las aves entonaban su
trinar, como las serpientes serpenteaban tranquilas y muchos otros sonidos,
como el del riachuelo y el sonido que producía la respiración de los venados. Estuvimos
meditando con el solo sonido que nos brindaba aquel entorno. Pasamos por el
riachuelo, sus aguas transparente servían de espejo al sol y hacía de hogar
para un sin número de peces. Llegamos a un charco enorme que lo llamaban “La
cueva”. Era una cascada que salía expulsada de la boca de un sistema de
cavernas. Allí era donde el río dejaba de ser subterráneo y caía perfectamente
sobre una peña enorme. La entrada de la cueva estaba decorada con unos dientes
filosos; estalagmitas. Al internarse en la cascada te topabas con dos cuevas más,
en ellas habitaban una especie de musgo fluorescente junto a unas rocas azules.
Los rayos del sol solo tocaban el interior en la tarde. No habíamos llevado ropa
impermeable así que decidimos tirarnos en ropa interior. Allí nos rodeaba solo
la naturaleza y era tanta la tranquilidad que no había cabida para pensar en
cohibirse. Nos sumergimos en el agua cristalina y nuestros cuerpos vibraban de energía,
tanto así que nos atraíamos como polos opuestos. Allí en aquella región del infinito
mundo donde aún no llegaba la mano del hombre, nos entregamos y nuestros
cuerpos expulsaron todas las energías que habíamos retenido.
Llegamos
para la hora de la cena, todos empapados. Luego de la cena tome un baño y con
una botella de vino volví al lugar donde me encontraba la mañana esta vez era
yo, el vino, las estrellas y el árbol.
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